El mensajero de Kodro en la guerra

El mensajero de Kodro en la guerra

El periodista Ramón Lobo conoció en Mostar a la familia del txuri-urdin y fue ‘cartero’ entre ambos

En la Guerra de los Balcanes, Ramón Lobo, periodista de El País, sorteaba los controles militares hablando sobre fútbol. Para cruzar Bosnia, por ejemplo, un territorio dividido en pequeños grupos étnicos, un mapa “moteado, como la piel de un leopardo”, según explica, podía encontrarse con tres ejércitos distintos: “Era mejor intentar simpatizar con ellos”.

Así, si los soldados de la barricada empezaban a ponerse nerviosos, Lobo miraba en los distintivos de sus uniformes a qué país defendían e improvisaba una charla deportiva: “Ante las tropas serbias me declaraba hincha del Atlético de Madrid, entrenado por Radomir Antic; frente a los croatas, seguidor de Prosinecki. Y en los controles de la Armija, las tropas bosnias, el salvoconducto era Meho Kodro, que jugaba en la Real Sociedad desde 1991”. Por eso, el periodista explica en el libro El autoestopista de Grozni (Libros del KO) que saber de fútbol “no es embrutecedor o inteligente, es solo un conocimiento útil, una herramienta de trabajo”. Porque, justifica, crea “amistades súbitas y las rompe, agiliza trámites y los empantana”.

Lobo volvió a citar el nombre de Kodro en Mostar (Bosnia), en 1993, la ciudad donde creció el exfutbolista txuri-urdin. Allí conoció a unos familiares del delantero que sobrevivían en la parte este de la ciudad, la musulmana: “Ante ellos presumí de sabiduría futbolística sin saber quiénes eran”, narra el periodista, y, por eso, le pidieron un favor: que entregase unas cartas para Kodro.

La población estaba incomunicada y había sufrido un asedio de 18 meses por parte de los serbios, que fueron obligados a retirarse de la ciudad por el ejército croata. Y ahora, esas mismas tropas peleaban calle por calle contra las milicias bosnias. «Mi mujer y yo no podíamos hablar por teléfono con nuestros familiares y apenas llegaba correspondencia», narra el exdelantero realista. «Era muy angustioso estar lejos de casa, sin poder ayudarles, y sin saber cómo estaban o quién había muerto. Recibíamos mensajes una vez cada quince días o una vez al mes», explica Kodro.

«Durante esos años», argumenta Lobo, «la ONU no permitía la entrada y salida por los canales corrientes de cartas o dinero desde los Balcanes. Eran acciones prohibidas, por eso escondía los paquetes en una faltriquera, un bolso, debajo del pantalón». Aun así «era un embargo tan estricto que las facciones armadas y los países suministradores de armas violaban con desvergüenza», explica con ironía en el libro. «Ilegal es la guerra y sus atrocidades», sentencia el txuri-urdin. Por esta razón, el futbolista tuvo que pedir ayuda a políticos europeos y a corresponsales que viajaban a la zona, como el periodista de El País, para saber cómo sobrevivían sus familiares.

Incomunicado en Donostia

Kodro vivió en Donostia, junto a su mujer y a su hija, el comienzo de la guerra en Bosnia. Era el primer fin de semana de abril de 1992 y la Real perdió en San Mamés contra el Athletic: 2-1. El exdelantero estaba «aliviado por haber escapado» de la zona de conflicto, porque notaba que «algo olía mal en el país y las tensiones étnicas iban en aumento, sobre todo contagiadas por la guerra en Croacia». «Aunque» -argumenta el exjugador- «nunca pensé que en Bosnia nos iba a pasar algo parecido, porque todos vivíamos mezclados, no importaba la religión: yo tengo amigos croatas y serbios, por ejemplo, y la afición de mi primer equipo, el Velez Mostar, era multirracial, el fútbol nos unía. Pero pequé de ignorancia».

Aun así, Kodro se sentía también «culpable porque no estaba en mi tierra con mi familia», narra mirando 20 años atrás. Pero, cuando saltaba al terreno de juego, se aislaba de la guerra: «No podía influirme porque entonces jugaría mal y tendría dos problemas. Me guiaba la rebeldía de ser bosnio, de representar a mi país en el campo».

El exdelantero debía encerrarse en sí mismo para no pensar en lo que las cartas de sus padres narraban sobre la vida en Mostar. Los serbios se habían retirado de la ciudad y controlaban desde un cerro cómo bosnios y croatas se mataban: «En las calles se contaba el chiste de que las tropas de Milosevic veían las semifinales de un partido a muerte y que, después, jugarían la final contra el que sobreviviese», narra Lobo. Por su parte, Kodro explica que su familia tenía que «trasladarse de casa en casa, buscando las más seguras para protegerse», según avanzaban los combates en el frente, en la calle Mariscal Tito, que dividía la ciudad entre musulmanes y cristianos. Así, por ejemplo, «en la vivienda de mis suegros llegaron a ocultarse entre 20 y 30 personas». Además, añade que «era muy peligroso salir a la calle de día, porque en cualquier momento los francotiradores croatas podían arrancarte la cabeza de un disparo, no hacían distinción entre niños, mujeres u hombres».

Las cicatrices de Bosnia

Pero Kodro percibió en las cartas que llegaban desde Mostar que sus vecinos «se habían acostumbrado a la guerra, a vivir bajo los morteros. Mis familiares me pedían que, por favor, me cuidase, que estuviese bien. Y no lo entendía ¡era a ellos a los que bombardeaban en la fila del pan!». De esta forma, ante la incertidumbre de la batalla por la ciudad, sacó a sus padres de Bosnia, en el verano de 1993: «Escaparon en el momento justo, porque unos días después en Gubavica, el pueblo donde nací, los croatas encarcelaron o echaron del país a los hombres musulmanes». La madre de Kodro, de 46 años, pudo cruzar la frontera y huir sin problemas. En cambio, el padre, de 51, tenía miedo de que en algún control militar lo detuviesen por ser un varón bosnio. Así que el futbolista pidió a un amigo croata que viajara en coche con su progenitor hasta la frontera para, de esta forma, burlar las barricadas de los soldados.

La familia abandonó una ciudad que era «una cárcel para sus habitantes», como la describe Lobo. Una población donde los amigos «con los que celebrábamos las bodas y las fiestas», como rememora el txuri-urdin, se mataban entre ellos: «No eran conscientes de lo que hacían, se dejaban llevar por los líderes políticos y la propaganda, que destrozaron la convivencia», sentencia. Por eso, Kodro no volvió a Bosnia hasta 1996, un año después de que terminase la guerra. En ese viaje de retorno a casa, pasó de largo de Gubavica, su pueblo natal, a 10 kilómetros al sur de Mostar. «Me dijeron que era lo mejor, que no entrase. Los croatas lo habían ocupado y habían prendido fuego a nuestra casa. Quemaron todos los recuerdos de mi infancia, me quitaron mi pasado. Nunca he sabido quién lo hizo».

Mostar, la ciudad que esperaba al futbolista, era otro recuerdo borrado: «A pesar de haber imaginado antes cómo podía haber quedado después del combate, lo que vi allí no me lo podía creer: había dejado de ser Mostar, seguía teniendo su olor, pero era Hiroshima. Las palabras se quedan cortas para describir su destrucción».

Un año después, Kodro repitió el viaje con sus hija mayor, Dalila, de seis años, y Kenan, de cuatro. Todavía eran jóvenes para entender lo que había pasado, pero el padre les explicó que «los políticos, perversos, habían intentado dividir el país y que, por eso, habían destrozado mi ciudad, que era un ejemplo de convivencia». En cambio, el exfutbolista encontró que en Mostar todavía resistía, en la mente de los vecinos, el frente de batalla, la línea que dividía los barrios por etnias. «Los niños son educados en la idea de que los demás son diferentes, pero en el sentido malo: en el odio», resume.

De esta forma, el actual entrenador del Sanse explica que esta violencia también se nota en el fútbol de la ciudad, representado por dos equipos: el Velez Mostar, de afición mayoritariamente musulmana, y el Zrinjski, club con aficionados croatas. Y, también, por el estigma de la guerra que arrastra el estadio Bijeli Brijeg. «El campo se utilizó como centro de detención», explica Lobo. «De ahí salían autobuses llenos de presos, condenados a muerte o expatriados, que pegaban en los cristales cartulinas con sus nombres, con la esperanza de que los periodistas, o algún familiar, lo viésemos o simplemente para no ser una víctima olvidada», argumenta. Después de la guerra, el Velez no ha vuelto a jugar como local en el estadio durante los derbis de la ciudad. Tras el conflicto se tuvo que trasladar a un recinto más pequeño, en el barrio de Vrapcici, con espacio para 7.000 espectadores, frente a los 25.000 asientos de Bijeli Brijeg.

«Han conseguido también radicalizar el fútbol», se queja el txuri-urdin. Porque, como afirma Lobo «la educación y la cultura poco nos pueden proteger si alguien quiere avivar el odio». Por eso, el exfutbolista mira 20 años atrás y reflexiona: «No hemos aprendido nada positivo del drama de la guerra. No ha tenido sentido».

Puedes leerlo en PDF El mensajero de Kodro en la guerra. Publicado en Noticias de Gipuzkoa el 13 de agosto de 2012. Este texto también formó parte del número 9 (noviembre) de la revista Quality Sport.

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