Alberto Arce

«Al grabar a alguien que agoniza te pones una cortina en los ojos; si no, las lágrimas no te dejarían ver»

Alberto Arce se embarcó hacia Misrata para grabar desde el frente cómo los rebeldes libios tumbaban el cerco de su ciudad. Sus ojos vieron a una milicia de obreros y universitarios enfrentarse a las tropas de Gadafi. Un año después de la revolución, narra esos días en el libro ‘Misrata Calling’

El periodista Alberto Arce (Gijón, 1976) entró en el puerto de Misrata, Libia, aguantando la respiración. La bocana, de 500 metros de ancho, estaba minada por las tropas de Gadafi. La OTAN no podía con todas. «¿Capitán, hay minas en el mar o no las hay?», preguntó Arce. «Probablemente sí», respondió el oficial. El mismo barco que le llevó a Libia evacuó a los corresponsales extranjeros. Acababan de morir dos fotógrafos: Tim Hetherington y Chris Hondros, y la ciudad no era segura. En el frente, Arce fue un freelance que se jugó el pellejo por un minuto de vídeo y así lo cuenta un año después en el libro Misrata Calling (Libros del KO), que se presenta hoy en el Teatro Principal a las 19.00 horas. En el acto se proyectará también el documental Misrata, vencer o morir, codirigido por el periodista y el fotógrafo Ricardo García.

Si todo el mundo quería salir de Misrata, ¿por qué fue allí?

Los freelance tenemos que vender historias para vivir y, cuanta menos gente haya y más peligroso sea el sitio, más opciones hay. Aunque tengas que acercarte más que nadie.

Los rebeldes eran una milicia de obreros y universitarios, que atacaban tras votar en asamblea, ¿cómo consiguieron derrotar a Gadafi?

Ellos se concienciaban de que solo podían vencer o morir, así que cargaban hacia las líneas enemigas con un desprecio total por su vida. Y así ganan la guerra.

¿Se le contagiaba la fogosidad de los combatienes cuando atacaban?

Sí, se pega, porque duermes con ellos y comes con ellos. Y todas las mañanas me enardecía por lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Pero, por la noche, tenía que ser capaz de enfriar la cabeza, porque ese ansia es peligrosa y tú no eres un combatiente: tienes que salir vivo de ahí.

Usted habla de cómo cambia la mirada tras la batalla, ¿qué ven esos ojos?

Una vez estaba en el frente con un chico que, de repente, dispara y mata a varias personas delante de mí. Al día siguiente, le pregunto «¿qué pasó ayer?». Y se le cayó el alma a los pies. Solo tiene 27 años, hace quince días era soldador, y 24 horas antes acababa de matar a unos vecinos. Este chico estaba derrotado, se le queda un toque jodido para siempre.

Antes de entrar en Libia, nadie quiere pagar por sus futuras crónicas, ¿los editores han perdido el olfato periodístico?

No, no lo han perdido. Pero han decidido suicidarse: los medios de comunicación se están haciendo un harakiri lento. En cambio, los periodistas seguimos trabajando mientras los periódicos cierran.

El libro desmonta el aura heroica del corresponsal de guerra.

Lo que hago es desmitificar un imaginario creado en torno al periodismo de guerra, que está cargado de testosterona, de falso heroísmo. Nosotros somos meros currantes: no existe el periodismo de guerra, porque este oficio es estar hoy aquí y mañana en otro lugar. En cambio, la parte heroica de la batalla es una obra de teatro que representamos disfrazados con un chaleco antibalas.

Tras tomar el aeropuerto de Misrata, los rebeldes le piden que dispare al aire con ellos para celebrarlo. ¿Es ético pagar ese peaje?

Yo entiendo que el que escribe un manual sobre periodismo en su despacho puede criticarme. Pero cuando estás tres días avanzando con los rebeldes y ganan una batalla, compartes la alegría. No puedes desmarcarte como alguien diferente, mejor que ellos. Porque por pegar cuatro tiros les dejas contentos y al día siguiente te llevan donde quieras.

En el frente, tumbado en el suelo mientras os disparan, descubre en su chaleco antibalas las fotos de su hija Sarah, que su mujer había colocado ahí, ¿cómo se sintió?

Solo podía pensar «¿por qué soy tan gilipollas?». Porque en la guerra tienes que acercarte demasiado, y de eso te avergüenzas siempre. Entonces cruzas los dedos para poder salir.

Usted justifica que está allí por adicción morbosa a la adrenalina.

Este es el argumento cínico que tengo para defender que vaya al frente. Pero yo quiero contar que están matando civiles porque tengo el sueño de que mi crónica mueva a una manifestación que presione a los responsables. Pero pocas veces sucede y, ante esa frustración, te proteges. Cuando rodó el documental ‘To shoot an elephant’, sobre el bombardeo de Gaza, contó que había visto tanto horror que grababa como una máquina, ¿le pasó lo mismo en Misrata?

Fue igual. Cuando ves que alguien se está desangrando delante de ti intentas grabar de la mejor manera posible. Y es como si me pusiera una cortinilla delante de los ojos que inmuniza, porque ver morir a alguien es muy jodido y tienes que evitar las lágrimas porque no te permiten ver. Pero las lágrimas están ahí y ya las gestionarás tú con el tiempo.

¿Había bombas españolas en Libia?

Sí, vi las carcasas de bombas de racimo fabricadas en España que Gadafi utilizó para bombardear Misrata. En ese momento, Pedro Morenés, actual ministro de Defensa, era consejero de la empresa que las fabricaba. Ahí a mí se me queda la boca pequeña para decir que es una vergüenza que los responsables de esa venta estén en el Gobierno.

¿Cómo ve el futuro de Libia?

Muy difícil. La oposición solo estaba de acuerdo en que quería derrocar al dictador. Además, muchos de ellos no eran angelitos y están cometiendo violaciones de los derechos humanos contra los vencidos.

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