Esta mañana (24 de abril de 2014), la Policía Nacional ha desalojado a las familias que vivían en la corrala la Charca, en Madrid. El texto que aquí comienza es un reportaje sobre la vida en ese edificio, escrito hace media año.
Por Guillermo Rivas Pacheco y Daniel Rivas PachecoPor el hueco de la escalera bajan las pisadas del vecino del 2ºF. Se acaba de despertar. Son las cinco de la mañana y va a buscar «pan reciclado» en la basura para los 30 apartamentos ocupados de un bloque de viviendas en Carabanchel, al sur de Madrid.
En los rellanos se empieza a componer la banda sonora del día: portazos, el perro del 2ºB, un bebé, etcétera. Alrededor de 50 personas se despiertan para pasar otro día sin agua corriente ni luz. Y con la incertidumbre de que pueden ser desalojados por la Policía en cualquier momento.
Desde Semana Santa, un edificio vacío de cinco plantas se ha transmutado en un refugio. La casa, bautizada como corrala la Charca, rompe con la estética de esa parte del barrio. Entre bloques humildes de dos alturas se levantaron dos torres de ladrillo visto, con piscina y zona de juegos.
La obra fue finalizada, abandonada y posteriormente comprada en subasta por el Banco Popular. La empresa responsable, Unifo, había quebrado. El bloque llevaba dos años vacío cuando fue ocupado por activistas y familias desahuciadas. Nunca se vendió un apartamento.
El vecino del 2ºF, Guillermo, regresa a las ocho de la mañana a la corrala. Lleva una bolsa llena de panes y bollos. Es el desayuno de su mujer, Reyes; de sus dos hijos pequeños; de sus vecinos: Luis, Flora, María y del resto de ocupantes del bloque.
Guillermo y Reyes, antes de verse sin casa, vivían muy cerca de la Charca, en el mismo barrio. Después de varios pagos atrasados del alquiler les desahuciaron. Llevan su historia grabada en la piel, en el cuerpo y en las zapatillas. Han vivido el drama de estar un mes sin casa, buscándose el techo cada día con sus dos hijos, Samara y Jeray de 2 y 4 años. “Por si fuera poco, teníamos que evitar a los servicios sociales para que no nos quitaran a nuestros hijos”, comenta Guillermo.
Tienen la piel quemada, arrugada por el sol. “Reyes llegó a pesar 35 kilos. Y ¡mira estas zapatillas!, apenas tienen un mes”, dice Guillermo señalando la suela plana, sin dibujo.
Su discurso vuelve siempre a ese mes de vagabundeo. Repiten frases y recuerdos como si sufriesen estrés postraumático. Guillermo, con la cabeza casi rapada, con los huesos del cuerpo marcados en su piel y con los ojos hinchados, afirma: “Por mis hijos, cualquier cosa. No puede faltarles la comida, igual que estoy hablando ahora contigo podría atracarte a la salida del banco. Lo haría”.

Guillermo tiene dos niños pequeños. Busca cada mañana, a las 5.00 horas, pan para los suyos y sus vecinos de la Corrala
La semana antes de encontrar la casa su situación era límite. Todas las noches se colaban en una obra del barrio y dormían en el contenedor donde se cambian los trabajadores. A las 5.30 de la mañana tenían que salir sin ser vistos. Después, deambulaban entre los parques y el metro, donde fingían ser una familia que sale de viaje, con sus maletas. “El último día nos pilló la Policía y nos dejaron marchar porque sintieron pena por los niños. Íbamos caminando por la calle, serían las cuatro de la mañana, cuando encontramos la Charca”, confirma Reyes.
Tras una semana de caminar sin rumbo, hoy descansan. “Me sangraban los pies de andar”, dice Reyes y mira sus sandalias. “Al entrar en la corrala, Jeray y Samara me dijeron: mamá, aquí ya nos quedamos, ¿no?».
La corrala: solidaridad entre vecinos
Los ocupantes del edificio saben que habitan en la periferia la ley. Aun así, quieren importar a Madrid el concepto de corrala que nació en Sevilla hace más de un año. Una acción para entregar casas de los bancos a familias que han perdido sus hogares y se encuentran a las puertas de la marginalidad.
Antes de pegar la patada y entrar en la Charca, sus ocupantes deseaban que un 50% del edificio estuviese dedicado a familias y la otra mitad a activistas. Sin haber creado un contacto previo con personas desahuciadas, sin un suministro continuo de luz y agua y con toda la acción al margen de la legalidad, «fue muy difícil encontrar candidatos», según reconoce Gabi, un joven de Aluche que vive en la corrala desde el primer día.
Cuando Guillermo vuelve a la corrala Flora, su vecina de al lado, se va a trabajar. Es cajera de un supermercado Lidl y entró en la Charca un día después de ser desahuciada. “Llevo once años en la misma empresa, tengo un niño y gano 800 euros al mes. Soy una afortunada, lo sé, pero ni así puedo pagar un alquiler”. Por las mañanas, mientras Flora trabaja, su pequeño Dyer de 6 años se queda con Tere, una canaria sonriente que vive al fondo del pasillo.
Guillermo, Reyes y sus hijos; Flora, Tere y Dyer, son vecinos de María, ecuatoriana, y su bebé Alexis, nacido en España. También duermen en el segundo piso dos familias más y Luis Fernández, activista veterano, fundador de una asociación de parados. Viven cada uno en un apartamento, con sus muebles y su decoración. Reconstruyen su antiguo hogar.
Sobrevivir sin sueldo
Caminar junto a Luis Fernández, el vecino del 2ºB, es un ejercicio de instrucción callejera. Tras cada paso, gira la cabeza de izquierda a derecha buscando colillas de cigarros con que llenarse el papel de liar. “Fumo tabaco selecto”, ríe. Luis es enjuto, tiene el cuerpo moldeado por el hambre y se recoge la melena, oscura y con canas, en una coleta.
Es uno de los primeros inquilinos que entró en la Charca. Ahora amuebla su casa, que comparte con su perro, con tablones de palés. Luis conoce todas las versiones de la crisis por su propia experiencia: protagonizó una huelga de hambre de alimentos sólidos frente al Congreso de los Diputados de 80 días. Y da consejo, desde su asociación, a muchos parados.
La vida de Luis gira ahora en torno al proyecto de la corrala y al barrio de Carabanchel. Durante el día ayuda a localizar nuevas casas vacías para ocupar, entre los 2 millones de viviendas deshabitadas que hay en España. Una cifra aproximada, nunca se ha elaborado un censo.
De vuelta al edificio, Luis saca a pasear a su perro. En las escaleras coincide con Guillermo que ya lleva casi 4 horas despierto y al que encuentra barriendo el primer y segundo piso: “No quiero que mis hijos jueguen en un portal lleno de polvo”. Limpia todos los días.
En el patio de entrada María, la madre de Alexis, y su hermana almacenan cajas de cartón. Por cada kilo les pagan 85 céntimos. Ambas son ecuatorianas, están en el paro y solo desean ganar lo justo para pagarse los billetes de vuelta a Ecuador.
María era limpiadora interna en una casa hasta que la despidieron hace un año. A la Charca llegó en marzo con su bebé, de 6 meses. Y entró a compartir piso con Tere, la cuidadora de Dyer, en el 2ºA. “En Ecuador no soy rica, pero nunca he pasado hambre, aquí sí”. En su país le esperan otros 3 hijos pero a España le une Alexis, que nació aquí, “España se ha de recomponer de esta crisis. Mi hijo es de aquí y lucharé para que tenga una oportunidad”.
Para comer, Guillermo está preparando una olla de macarrones. En las casas no hay equipamientos de cocina por eso en la primera planta tienen unos fuegos comunes que funcionan con gas. Añade el avecrem, el chorizo, pica cebolla y pimiento verde. Pan no les faltará porque Guillermo ha traído una bolsa grande, llena hasta arriba.
El olor atrae a los más jóvenes del edificio que se acercan a él para pedirle consejo para cocinar unas acelgas. “Sabe coser, planchar, ¡y cómo guisa! Yo creo que iba para mujer”, ríe Reyes. Guillermo es apañado. Ha trabajado en la construcción, ha conducido un tráiler y un taxi pero desde 2008 está en paro. “Aquí todos aportamos lo que sabemos”, asevera Guillermo, “el primer día en la casa, estos chicos les subieron filetes a la parrilla a mis hijos, y la ayuda no se olvida”, sentencia.
En la cocina de la Charca, el hambre se silencia con astucia. El único ingreso de Guillermo este año ha sido la prestación mínima de desempleo, 426 euros. Se le termina en septiembre. Por eso, de Cáritas son los macarrones que acaba de preparar. Aun así, para dos niños pequeños y dos adultos, la comida que reciben es muy poca: un kilo de arroz o de macarrones, uno de lentejas, aceite y seis litros de leche para 15 días. Por eso, la corrala llena el estómago con los vegetales que crecen en su huerto, en uno de los parterres del patio. “Para vivir necesito a mis hijos, ellos no pidieron venir a este mundo, yo les traje y son mi responsabilidad”. Guillermo es fuerte mentalmente pero cuando menciona a sus hijos se emociona y llora.
Otra forma de convivencia
A la hora del postre resuena el eco de los pasos de Tere y Dyer en el pasillo desnudo. Flora, la madre de Dyer, ya ha vuelto de su trabajo en el Lidl y les espera en casa. Anochece pronto y Flora dispone unas pocas velas en la mesa del salón para que su hijo pueda cenar. En la casa toda la actividad depende del sol. “Como no hay luz, Dyer está más tranquilo y se duerme antes. Total, no hay nada que hacer”, explica la mujer.
Las débiles llamas dibujan matices dorados en el tono negro como el petróleo de la cara de Flora. Nació en Guinea Ecuatorial, ex colonia española en África, hace 44 años pero desde los 11 vive en España. A la Charca llegó el 17 de abril, un día antes de que la desahuciasen de su piso de alquiler. Desbordada, rápidamente se vio sorprendida por la reacción de unos cuantos desconocidos: “El día que me marchaba de casa apareció muchísima gente que no conocía de nada y me ayudaron a empaquetar todas mis cosas”, cuenta.
“Vivir así es una forma de ir superando pruebas y de aprender otras formas de convivencia. Pero ¿cuándo vendrá un nuevo desalojo?”. Se lamenta Flora con el rostro envuelto en la penumbra de sus velas.
Desde su naturaleza optimista, Tere aporta un análisis de la casa que intenta hacer global: “Los españoles hemos vivido con miedo por un sueldo que nos hizo olvidar el rumbo. Era necesario que nos perdiésemos para volver a encontrarnos”. Guillermo y Reyes apenas alcanzan a contar cuánto miedo han pasado y pasan: “Un nuevo desahucio, otro proceso judicial, que nos quiten a los niños…”.
A su vez, Gaby, intenta desarrollar en el colectivo el componente ideológico que haga de la Charca un símbolo: “Queremos que esta corrala sea mediática para que los desahuciados se animen a ocupar y se cree un cambio duradero de mentalidad”.
El silencio ocupa la Charca y todos sus rincones. En las escaleras, en cada rellano, la calma da cobijo a las dudas y las sombra. Los pequeños ruidos domésticos se van apagando. El miedo regresa.
El reportaje apareció en euskera el día 22 de septiembre de 2013 en Berria: