El día que lloré sobre una bicicleta

Con este relato quedé finalista del IV concurso de la librería La Central:

En el asfalto hay un agujero. La carretera está agrietada. Da igual. Estoy descendiendo en bicicleta el cañón del Nilo, en Etiopía. Del río sube vapor de agua. La corriente ruge. Está atardeciendo y la luz roja se mezcla con las partículas de Nilo en suspensión y el paisaje se distorsiona. Hay 15 kilómetros de bajada. Voy a 60 kilómetros por hora. Freno en intervalos regulares para que las llantas no se calienten y pinche el neumático. Tomo una curva a derecha y continúo bajando. La carretera está agrietada y en el asfalto hay un agujero redondo de medio metro de largo y 30 centímetros de profundidad. Demasiado tarde para frenar.

Solo escucho el rugido del Nilo mientras ese instante entra en suspensión: la rueda delantera encalla en el boquete, la bicicleta vuelca hacia adelante y yo suelto el manillar y salgo impulsado del sillín como un piloto de avión perseguido por un misil de guía térmica. En el aire me da tiempo a pensar: “Voy a morir”. Y por la inercia mi cuerpo gira y veo que la bicicleta ha terminado su rotación y vuelve a estar de pie. Sigue su marcha hacia la siguiente curva enlazada. Va directa al barranco.

Yo aterrizo recto y rígido. Mis rodillas no soportan firmes el impacto y me doblo contra el suelo mientras grito por primera vez. En el cañón del Nilo la bruma, el atardecer rojizo y el estruendo de la corriente se solapan con mi berrido, un poco infantil y nada heroico. La sangre de la pantorrilla forma una costra en la herida con la gravilla. Enfrente, las paredes del cañón son amarillas y férricas, con matas en las colinas. La bicicleta va sola hacia el río. Me levanto y corro.

Aturdido, con bruma en los ojos, voy hacia ella: dos metros antes de que caiga por el barranco la detengo. Cojo el sillín con la mano derecha y me monto. Y miro la hendidura del Nilo. El sol rojizo se mezcla con el vapor de agua de la corriente y el paisaje está desenfocado. La caída es mortal. Al menos hay otros 10 kilómetros de bajada. Todo bien. La rueda está todavía en su sitio y el manillar se ha girado solo unos pocos grados. Giro el cuerpo y la bicicleta y enfilo la bajada. Sangro y me tiemblan las piernas de miedo. Sigo y respiro. No ha pasado nada pero lloro sin pausa, de forma rítmica: tres cabezadas de sollozos y un momento para sorber los mocos. Lloro montado en bicicleta.

Y las lágrimas caen sobre la camiseta rasgada y la pantorrilla ensangrentada. En la herida se encharca la costra rellena de gravilla. Me pregunto: ¿Qué estoy haciendo en Etiopía? Es el primer día de agosto de 2013. Hace unos meses mi novia decidió acabar con nuestra relación. Estoy llorando a 5.000 metros de distancia de Madrid y la veo quieta en la terraza de un bar. Puedo estar con ella en España, y no en África. Puedo beber agua del grifo sin enganchar una infección y, comer algo que no sea arroz. He estado a punto de morir. Hoy, el final de mi vida: David, 23 años, cicloviajero, “se tropezó con un bache. Ahora no respira”.

Continúo bajando el cañón del Nilo. Quedan 7 kilómetros, me tiemblan las piernas y los ojos están empañados por el lloriqueo. Freno en intervalos regulares. Enlazo las siguientes curvas- No puedo gritar porque las flemas me atascan la garganta. El sol es más rojo porque va a desaparecer. Baja la temperatura y tirito. Tengo frío y miedo.

A la derecha, al final de la hendidura, está el puente del Nilo. Ya se acaba. Bajo. Es una recta y me estiro sobre los cuernos del manillar, pongo la espalda lo más recta posible y adelanto la cabeza: voy a 60 kilómetros por hora en posición aerodinámica. 30 segundos.

Hay un toro negro, alto y huesudo en la carretera. Freno a fondo: quemo las pastillas. Asumo la posición sobre el sillín para recibir una hostia. Detengo la bicicleta a 50 centímetros del morro del toro. Le miro a los ojos. Está quieto, sin mover la cabeza, tiene miedo. “Hoy, primero de agosto, David, un cicloviajero español ha matado a un bello toro etíope”. Me bajo de la bicicleta y le rodeo guiando la rueda con el manillar. Vuelvo a subir al sillín y sigo bajando con la cabeza adelantada, la espalda recta y estirado sobre los cuernos. El toro está petrificado encima del asfalto irregular. Yo estoy vivo.

Fotografía de Guillermo Rivas Pacheco

Fotografía de Guillermo Rivas Pacheco

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